Noticia del Informador
escrita por: Francisco Javier Cruz Luna
Quienes se dedican a delinquir viven en constante riesgo de enfrentar situaciones límites nos enfrentamos a una realidad verdaderamente trágica: muchos seres humanos han perdido, o no lo han tenido nunca, el aprecio por el don de la propia vida
es por ello que abundan los que atentan contra ella, ya sea queriendo quitársela a propósito y lográndolo, o bien, si fracasan en su intento, suele afectarles de tal manera que su vida ya no es tal, sino que se convierte en un sinsentido, con un cúmulo de sentimientos encontrados y con el estigma y la permanente tentación de volverlo a intentar.
Otros más, aunque no buscan conscientemente quitársela --tal vez sí de manera inconsciente--, suelen vivir, como se dice, en el filo de la navaja, conduciendo sin precaución vehículos a gran velocidad y sin importarles poner en riesgo su vida y la ajena; o bien participan en deportes o actividades extremas; o también abusando de sustancias adictivas como el alcohol, las drogas, etc. En estas situaciones frecuentemente se dan casos de decesos realmente dramáticos, por las consecuencias familiares, sociales y tal vez espirituales, por aquello que se suele decir que “como es la vida es la muerte”.
De igual forma, quienes se dedican a delinquir viven en constante riesgo de enfrentar situaciones límites, ya sea ante las autoridades que los persiguen, o incluso ante sus rivales en el ambiente delictivo. Hoy por hoy somos testigos de la innumerable cantidad de fallecimientos entre estas personas que están dispuestas a todo, incluso a perder la vida, a cambio de muy poco, porque a nuestra manera de ver las cosas, ni todo el oro y el poder del mundo valen lo que una vida humana.
En el fondo de estas actitudes está o bien la falta de una auténtica fe en el verdadero Dios, el Dios de Jesucristo, o la práctica de una fe distorsionada, al creer en dios que no es el que Jesús nos reveló, o como es común de una fe en fetiches, talismanes, santería, supersticiones, etc., lo que produce una visión totalmente equivocada de la vida eterna, es decir, de lo que hay o viene después de pasar ese trance que es la muerte.
Debido al gran desconocimiento de la Palabra de Dios, en particular del Evangelio, de muchos aun siendo bautizados y de familias tradicionalmente cristianas-católicas, es que se tiene esa visión desviada o francamente ajena al mismo, a lo que Jesús nos vino a enseñar.
La fe nos dice que la muerte no es nuestro fin, sino el comienzo de una vida verdaderamente eterna; al ser iluminados por la fe, vemos la muerte desde un ángulo distinto. Cristo, Luz del Mundo, nos hace ver la muerte con ojos muy diferentes de los del mundo, de tal forma que si comprendemos lo que nos espera una vez traspasado el umbral de la muerte, por un lado puede desaparecer el miedo a la misma, y por otro hacernos cambiar de estilo de vida y de conducta.
San Juan, tanto en su evangelio como en su primera epístola, nos presenta el reino bajo el concepto de vida eterna: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día”. (Jn 6 40).
La vida eterna será dada a todos los que han aceptado al Hijo de Dios, Jesucristo, quien llevó a cabo la obra que el Padre le encomendó: anunciar el Evangelio. Unos lo aceptaron y otros no. Pero él no se limitó a exponerlo sólo a los judíos predestinados, sino que a todo el que quiso recibir su palabra.
La palabra de Jesús es la palabra del Padre, y Él nos pide creer en ella, permanecer y atesorarla; esto es, guardarla con fidelidad, para que todos los que creen en Él tengan vida eterna. Así es, Jesús es testimonio de la verdad y nos da testimonio de nuestro Padre Dios. Amando, aceptando, conociendo a Jesús, amamos, aceptamos y conocemos al Padre Dios; nuestra fe nos llevará a la vida eterna.
Y precisamente esa Palabra en el Evangelio de este domingo, nos habla de cómo debemos estar preparados porque no sabemos ni el día ni la hora en que vamos a ser arrancados de esta vida; y ese estar preparados infiere, implica como lo decimos anteriormente, guardar con fidelidad su Palabra, lo que significa vivir conforme a sus mandatos, especialmente el del amor al prójimo, y no sólo como a uno mismo, sino que va más allá: amarnos como Jesús nos amó.
Si todos, o al menos los que nos decimos cristianos, obedeciéramos al Maestro y prevaleciera ese amor fraterno, otra cosa sería nuestra realidad, ya que apreciaríamos la vida en todo su valor y trascendencia, y la viviríamos con la visión y a la espera de esa maravillosa vida eterna, la vida del Reino de Dios, en el que no habrá ni dolor, ni llanto, ni sufrimiento, sino sólo felicidad plena e inagotable.
escrita por: Francisco Javier Cruz Luna
Quienes se dedican a delinquir viven en constante riesgo de enfrentar situaciones límites nos enfrentamos a una realidad verdaderamente trágica: muchos seres humanos han perdido, o no lo han tenido nunca, el aprecio por el don de la propia vida
es por ello que abundan los que atentan contra ella, ya sea queriendo quitársela a propósito y lográndolo, o bien, si fracasan en su intento, suele afectarles de tal manera que su vida ya no es tal, sino que se convierte en un sinsentido, con un cúmulo de sentimientos encontrados y con el estigma y la permanente tentación de volverlo a intentar.
Otros más, aunque no buscan conscientemente quitársela --tal vez sí de manera inconsciente--, suelen vivir, como se dice, en el filo de la navaja, conduciendo sin precaución vehículos a gran velocidad y sin importarles poner en riesgo su vida y la ajena; o bien participan en deportes o actividades extremas; o también abusando de sustancias adictivas como el alcohol, las drogas, etc. En estas situaciones frecuentemente se dan casos de decesos realmente dramáticos, por las consecuencias familiares, sociales y tal vez espirituales, por aquello que se suele decir que “como es la vida es la muerte”.
De igual forma, quienes se dedican a delinquir viven en constante riesgo de enfrentar situaciones límites, ya sea ante las autoridades que los persiguen, o incluso ante sus rivales en el ambiente delictivo. Hoy por hoy somos testigos de la innumerable cantidad de fallecimientos entre estas personas que están dispuestas a todo, incluso a perder la vida, a cambio de muy poco, porque a nuestra manera de ver las cosas, ni todo el oro y el poder del mundo valen lo que una vida humana.
En el fondo de estas actitudes está o bien la falta de una auténtica fe en el verdadero Dios, el Dios de Jesucristo, o la práctica de una fe distorsionada, al creer en dios que no es el que Jesús nos reveló, o como es común de una fe en fetiches, talismanes, santería, supersticiones, etc., lo que produce una visión totalmente equivocada de la vida eterna, es decir, de lo que hay o viene después de pasar ese trance que es la muerte.
Debido al gran desconocimiento de la Palabra de Dios, en particular del Evangelio, de muchos aun siendo bautizados y de familias tradicionalmente cristianas-católicas, es que se tiene esa visión desviada o francamente ajena al mismo, a lo que Jesús nos vino a enseñar.
La fe nos dice que la muerte no es nuestro fin, sino el comienzo de una vida verdaderamente eterna; al ser iluminados por la fe, vemos la muerte desde un ángulo distinto. Cristo, Luz del Mundo, nos hace ver la muerte con ojos muy diferentes de los del mundo, de tal forma que si comprendemos lo que nos espera una vez traspasado el umbral de la muerte, por un lado puede desaparecer el miedo a la misma, y por otro hacernos cambiar de estilo de vida y de conducta.
San Juan, tanto en su evangelio como en su primera epístola, nos presenta el reino bajo el concepto de vida eterna: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día”. (Jn 6 40).
La vida eterna será dada a todos los que han aceptado al Hijo de Dios, Jesucristo, quien llevó a cabo la obra que el Padre le encomendó: anunciar el Evangelio. Unos lo aceptaron y otros no. Pero él no se limitó a exponerlo sólo a los judíos predestinados, sino que a todo el que quiso recibir su palabra.
La palabra de Jesús es la palabra del Padre, y Él nos pide creer en ella, permanecer y atesorarla; esto es, guardarla con fidelidad, para que todos los que creen en Él tengan vida eterna. Así es, Jesús es testimonio de la verdad y nos da testimonio de nuestro Padre Dios. Amando, aceptando, conociendo a Jesús, amamos, aceptamos y conocemos al Padre Dios; nuestra fe nos llevará a la vida eterna.
Y precisamente esa Palabra en el Evangelio de este domingo, nos habla de cómo debemos estar preparados porque no sabemos ni el día ni la hora en que vamos a ser arrancados de esta vida; y ese estar preparados infiere, implica como lo decimos anteriormente, guardar con fidelidad su Palabra, lo que significa vivir conforme a sus mandatos, especialmente el del amor al prójimo, y no sólo como a uno mismo, sino que va más allá: amarnos como Jesús nos amó.
Si todos, o al menos los que nos decimos cristianos, obedeciéramos al Maestro y prevaleciera ese amor fraterno, otra cosa sería nuestra realidad, ya que apreciaríamos la vida en todo su valor y trascendencia, y la viviríamos con la visión y a la espera de esa maravillosa vida eterna, la vida del Reino de Dios, en el que no habrá ni dolor, ni llanto, ni sufrimiento, sino sólo felicidad plena e inagotable.
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