El pasado 19 de marzo, cuando los titulares de
prensa se hicieron eco de la muerte de una joven afgana, el mundo se dividió
entre los escandalizados por las connotaciones heréticas de su supuesto delito
y los horrorizados por la brutalidad del castigo que había recibido. Pero
varias semanas después cambió la situación: la fisura se situaba entre los que
se escandalizaban al enterarse de que las acusaciones de blasfemia eran falsas
y los horrorizados al saber que, para empezar, se pudiera linchar a alguien por
ese motivo.
Con estos actos nos preguntamos ¿Qué es peor,
blasfemar contra el Corán o patear, golpear, quemar y asesinar a alguien dando
por hecha esa blasfemia?. Estos actos no son exclusivos de la religión islámica,
en muchas religiones las mujeres se han llevado la peor parte de las violentas
represalias del clero masculino.
Independientemente de que vivamos en Kabul o en
Nueva York, la relevancia de la disyuntiva moral salta a la vista, porque
atraviesa el cuerpo de la mujer actual, dejando patente la violación de sus
derechos. Cuando las mujeres comienzan a distinguir entre las costumbres
sociales y las realidades espirituales, algo revolucionario está ocurriendo.
Cuando cuestionan la autoridad de los líderes religiosos para inmiscuirse en su
vida personal, en sus relaciones íntimas, en su derecho a trabajar, a viajar,
en los derechos legales sobre sus hijos, está teniendo lugar una redefinición
de la fe que va más allá de cualquier manifestación externa de liberación.
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