Transcurridos más de dos siglos desde el inicio de la
Ilustración, la religión no da indicios de remitir. Muy al contrario, el número
de personas que se declara religiosa sigue creciendo y siguen llegando nuevos
credos y sectas a un mercado que ya parecía saturado. El fenómeno tiene
desconcertado a los estudiosos: a estas alturas, la ciencia y la razón deberían
haber conquistado las mentes de la gente, desalojando la mentalidad mágica y
supersticiosa, aplicando una suerte de Principio
de Arquímedes cosmogónico: “Toda
nueva explicación del mundo que sea más precisa y predictiva que la anterior,
desactiva ésta y actualiza los relatos sobre el funcionamiento de las cosas”.
Así se debería ser, pero el caso es que no es así: el
sentimiento religioso está tan aferrado al ser humano que se considera un
universal humano (Donald Brown, 1991), como la veneración a los
ancestros, el comercio, los chistes o el tabú del incesto. Otra poderosa fuerza
que empuja a las personas hacia la religión es una sensación de apocalipsis
inminente que flota en el ambiente. Aunque esta percepción suele estar basada
en los motivos erróneos, lo cierto es que el retorno de Dios y de la irracionalidad se nutre de este
zeitgeist apocalíptico.
Si la religión está presente en todas las culturas de todas las épocas es
porque tiene algún sentido evolutivo, razonan los antropólogos. (Aunque el
ateísmo individual existe desde la antigua Grecia, como ha estudiado Michael
Onfray, no existen sociedades institucionalmente ateas). Walter
Burkert intenta en “La creación de lo sagrado” trazar las
huellas biológicas de la religión. Ésta es una de sus
hipótesis:
“Una última hipótesis es que el éxito de la religión podría atribuirse a que proporciona mayor
tolerancia frente a las catástrofes, estimulando la procreación incluso en
circunstancias desesperadas. Esto se acerca bastante a la teoría de la
“endorfina”. Los humanos somos capaces de experimentar estados que se describen
como “pérdida de la realidad” –los chimpancés aparentemente son inmunes a eso-
en manifestaciones tan diversas como el patriotismo extremo, la fascinación por
los juegos y deportes, la proverbial distracción, o más bien concentración, de
los científicos y artistas y, no menos importante, el fervor del comportamiento
religioso”.
Si los linces, por poner un ejemplo, fueran religiosos
tendrían motivos más que sobrados para creer que están viviendo tiempos
apocalípticos. Sin embargo, y tal vez por un mecanismo biológico activado por
la pérdida de su hábitat se muestran incapaces
de procrear para salvar su progenie. Nuestros maltratados felinos
carecen de “un sistema mental que anule la realidad” como el nuestro, que nos
impele a procrear incluso cuando todo se viene abajo. Volviendo a Burket,
“(…) Lo invisible se impone sobre lo obvio. La obsesión religiosa puede considerarse
como una forma de paranoia, pero realmente ofrece una oportunidad de
supervivencia en situaciones extremas y desesperadas en que otros,
posiblemente los individuos no religiosos, podrían desmoronarse y desistir. En
su largo pasado, la humanidad debe de haber experimentado muchas situaciones
desesperadas, con los correspondientes surgimientos dehomines religiosi.”
Así pues, la religión no sólo dota de sentido a un mundo que
parece carecer de él. También somete la angustia y, en última instancia,
desactiva el sentimiento agónico que ella misma genera.
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