En su interesante nota del pasado 12 de febrero 2010, Enrique Bianchi retoma la crítica de la religión, basada paradójicamente -como él afirma- en su promesa de colmar nuestras aspiraciones, de calmar nuestras angustias, de hacer posible lo que todos deseamos, de satisfacer nuestra sed de sentido y de eternidad. Todo ello encontraría su formulación más lapidaria en la frase de Andrés Comte-Sponville: "Una creencia que responde tan exactamente a nuestros deseos hace temer que haya sido inventada, justamente, para satisfacerlos". Me propongo aquí prolongar la reflexión, abordando un aspecto de la vivencia religiosa menos tenido en cuenta, a saber, el de la fe.
Ghislain Lafont, en su libro Dios, el tiempo y el ser, aborda la cuestión de la experiencia bíblica de Dios. Allí señala que, en su etapa inicial, Dios es concebido a partir del humano -"demasiado humano"- deseo de felicidad: Dios bendice, Dios da, Dios protege, Dios acompaña, Dios cuida, Dios está presente. Y el hombre se siente bien con El; le resulta provechoso y natural relacionarse con ese ser benéfico que tan perfectamente se acomoda a su deseo de felicidad y lo garantiza. Al menos, para la vida en este mundo, que para el hombre bíblico será por mucho tiempo el único que cuente, ya que la esperanza en la vida eterna nace sobre el final del Antiguo Testamento.
El Dios bíblico no rechaza este modo "demasiado humano" de ser buscado y encontrado por el hombre. Es más: parecería alegrarse -como el padre de la parábola del hijo pródigo- en ser reconocido así por el humano, es decir, en función de la felicidad a la que éste aspira.
Si la aventura religiosa terminara allí, ¿cómo no darles la razón a Freud, a Comte-Sponville y a tantos otros que en esa figura de un padre bueno y todopoderoso han visto una mera ilusión o una proyección o un invento del corazón humano, herido por frustraciones de todo tipo, comenzando por la muerte.
Pero para el relato bíblico, eso es sólo el inicio de un itinerario, el de la vida de la fe. La religión debe madurar en la fe. Será Dios mismo quien, una vez que el hombre haya reconocido su presencia anticipada en el don, en la bendición, en la protección, se distancie -a veces brutalmente- de esa imagen primera -religiosa, muy humana, a veces hasta idolátrica- que El mismo ha favorecido: ahora, el Dios bueno prohíbe (Adán); el Dios de la vida pide el sacrificio (Abraham); el Dios que colma de bienes permite la ruina total (Job); el Dios que dice amar a su Mesías lo abandona en el suplicio espantoso de la cruz (Jesús). Se podría pasar del texto bíblico a la experiencia de los que llamamos santos, y encontraríamos una continuidad esencial. Pensemos tan sólo en Teresa del Niño Jesús o en Teresa de Calcuta? El término "noche oscura", amado por los místicos, no dice ni de lejos el horror y el dolor de la muerte espiritual padecida por ellos ante la "desaparición de Dios" (Bellet).
¿Sigue siendo este Dios -y la consecuente religión- algo que "responde exactamente a nuestros deseos", algo que "asegura plenitud allí donde hay carencias"? Este Dios no es sólo la perfecta respuesta a medida de nuestros deseos infantiles. Los acepta como punto de partida de una relación, pero los cuestionará amorosa e implacablemente. Porque lo que Dios quiere ofrecer al hombre es su propia felicidad infinita, sin común medida con lo que la mente y el corazón humanos pueden concebir o imaginar.
Pero deberemos cuidarnos de no intentar recuperar este momento negativo de la "desaparición" de Dios dentro de la lógica de un "sistema", donde ella podría encontrar, finalmente, un sentido, una explicación, una justificación de tipo racional, por ejemplo, como etapa necesaria en el itinerario hacia una reconciliación última. Volveríamos al "demasiado humano" punto de partida y ofreceríamos un nuevo argumento a la crítica de la religión. Pero la "desaparición de Dios" en la cruz excede toda posibilidad de ser integrada o recuperada desde una estetizante religiosidad racional al modo de un Viernes Santo especulativo, de la misma manera que no lo pueden ser los abismos de destrucción causados por el hombre. En uno de sus últimos libros (Achever Clausewitz), René Girard plantea que Hegel no habría visto la profundidad última, abismal, de la violencia extrema que puede desencadenar el hombre; de allí que pudo incluir, en su lectura racional de la historia, el momento de la reconciliación. "El pensamiento hegeliano -dice Girard- tiene aspectos trágicos, pero no es catastrófico. Pasa de la dialéctica a la reconciliación, de la reciprocidad (violenta) a la relación (pacífica) de manera muy confiada, y da a menudo la impresión de olvidar de dónde viene. Viene de lo religioso, del sacrificio, de la muerte y resurrección de Cristo [?]. Habiendo partido de la antropología cristiana, Hegel la abandona en el camino."
Los interrogantes que abre la fe parecen más inquietantes que las sospechas que despierta la religión. Sin embargo, a pesar del mayor riesgo que supone, es a partir de un planteo de la cuestión religiosa en estos términos -más que en los que entienden la religión como invento en pos de una ilusoria satisfacción de nuestros deseos- por lo que prefiero seguir pensando la "apuesta" de Pascal.
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