La Flaquita es ecléctica. Con un mariachi el tequila se le antoja, con un bolero las lagrimas hasta parecen brotarle de agradecimiento, el reggaeton hace que las ofrendas de oro brillen más y con el vallenato hasta se sonroja del ritmo. Es el lugar de la llamada “Niña Blanca”, a la que se le consciente y quiere, a la que se le reza y llora rogándole un milagro.
De las bocinas de su santuario la música es oración. Los fieles no se limitan a un ritmo. Le ofrecen el dolor de una canción ranchera, los sonidos de un acordeón norteño o los clásicos cantos religiosos.
Hay pluralidad en el playlist del santuario de la muerte como en sus fieles. Ahí llega la madre soltera, las parejas homosexuales, los ex presidiarios, los narcotraficantes, los que viven en la calle, los narcomenudistas, los adictos a la droga, las trabajadoras sexuales, las amantes, los asesinos; en fin, esos que son ignorados y hasta ex comulgados. En cambio, la Niña no juzga. Ella acepta toda la música, acoge a todas y a todos que son señalados, que llegan con sus vidas despedazadas, que cargan las telarañas de pecados acumulados y sueños truncados.
La Santa Muerte los acepta, los escucha y los consuela en su altar ubicado en una esquina estratégica. Es el barrio de Las Juntas, en Tlaquepaque, Jalisco, una de las colonias que se congela cuando pasan los vagones. El silbido del ferrocarril aturde. Es el tren que arrastra ilusiones y carga los sueños de cruzar la frontera para llegar a Estados Unidos.
Arriba o adentro de los vagones viajan migrantes. El sur de México y países como Honduras, Guatemala y El Salvador son exportadores de hombres, mujeres, niños, niñas y jóvenes que ansían llegar a la tierra del dólar. El paso por la colonia Las Juntas es obligatorio; esa es la ruta del Pacífico que llega a California, Estados Unidos. En esa esquina el tren se para y, mientras, la Niña Blanca los espera.
Su capilla es el recinto para que los migrantes que viajan en el tren rueguen por el milagro de cruzar la línea. No hay fecha exacta para su llegada. Parecen fantasmas que rezan y se van. El día de misa, el 22 de cada mes, los fieles van y repletan el santuario. Un día con ese número se abrió hace tres años el recinto. Tantos llegan que el sudor de los cuerpos te adormecen. Butacas repletas de mujeres y hombres rezando hasta la banqueta es insuficiente para los que llegan a honrarla.
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