Huston Smith. INDIA
Y EL INFINITO. El
alma de un pueblo.
Título original: India
and the Infinite, The Soul of a People.
Traducción de Sergio
A. Fernández Bravo
El sueño de una tierra legendaria
acosa a la humanidad como un espejismo eterno. Algunos lo llaman Atlántida, otros
lo llaman Edén, algunos Tíbet. Para Colón
fue India, y para millones sigue siendo India.
El suelo de India puede ser
considerado fácilmente como parte del alma de India.
En ello coinciden todos los que en
India se han sumergido físicamente en su química: India es diferente. Recuerdo mi primera visita como si fuera ayer;
el largo camino desde el aeropuerto de Delhi. Había una extraña mezcla del olor
del estiércol de vaca con curry, surgiendo de millones de chimeneas en el
polvoriento aire del anochecer. ¿Latía mi corazón? ¿O estaba extrañamente
silencioso mientras se daba lentamente cuenta de estar ahí? ¿Qué era lo que
constituía ese lugar? Esa gente tan diferente, pero que al mismo tiempo me
hacía pensar que la conocía, que la he conocido desde siempre. Una parte de mí
parecía haber estado ahí desde el principio. Mis
primeras semanas en India fueron muy intensas; los días no eran lo
suficientemente largos para dejarme embeber de sus paisajes. Había conocido
antes tribus exóticas, pero ante mí estaba una civilización completa que era
exótica.
¿Cuál es el secreto de India, la
clave de su singularidad? Nunca podría señalar exactamente lo que hace a India
diferente, porque la respuesta parece serlo todo, hasta los yogas con el
cabello tan largo que lo usan como turbante.
Todo acerca de India es diferente
porque India parece incluirlo todo. Los principales tipos raciales han sido
atrapados en su cuello profundo. Negros en el sur; en el norte brahmanes del
color del trigo. En tanto que en lenguaje hay tantos que el inglés debe importarse
para acuerdos generales.
Sólo Bangladesh y Pakistán son más
pobres, pero en medio de un mar de pobreza se alzan islas de riqueza monumental
que nos quita la respiración. En
general, el ayer es más visible que el mañana, con millones de seres viviendo
un modo de vida que puede rastrearse hasta los pasados 4,000 años.
Sin embargo, junto a la carreta y el
arado de madera hay una Asia de alguna forma tan moderna como Air India.
Una pureza asombrosa contrasta con
un libertinaje igualmente asombroso, con la voluptuosidad desnuda de los frisos
de los templos, al lado de ascetas desnudos tendidos sobre lechos de clavos.
Esas paradojas abarcan hasta a Dios. Trescientos treinta millones de deidades sugieren
que el politeísmo se salió de control, hasta que descubrimos que no otra cosa
sino el Dios verdadero es lo que se expone. ¡Qué asombroso caos, qué jungla de
vida y pensamiento semejante a los rostros en los templos que ocupan toda superficie
disponible! Nada parece haber sido pasado por alto, nada ha quedado excluido, y
en esto puede estar la clave de lo que hace diferente a India, puesto que la
India visible no excluye nada, pero en lo invisible que no se excluye nada está
lo infinito: el alma de India es el infinito.
INDIA Y EL INFINITO – El alma del pueblo
Los filósofos nos informan que los
indios fueron los primeros en concebir un infinito verdadero en donde nada
queda excluido. Occidente oscurece esta noción. Occidente gusta poner fronteras
que distinguen y dividen. Sin embargo la dificultad está en que las fronteras
también aprisionan, restringen y limitan. India percibió claramente esto y
volvió la vista hacia donde no existe frontera alguna.
India ancla su alma en el infinito,
considerando las cosas del mundo como máscaras asumidas por el infinito. Claro está que estas máscaras son ilimitadas,
si es que van a expresar el verdadero infinito. Y es en este punto donde la
errática variedad de la mente india se une a su alma infinita. India abarca
tanto debido a que su alma, siendo infinita, no excluye nada. No es preciso
decir que el universo que India vio emerger de ese infinito era estupendo.
El antiguo observatorio de Delhi nos
recuerda que en tanto que Occidente seguía considerando que el mundo tenía
quizá 6,000 años de antigüedad, India ya imaginaba épocas y, más allá, galaxias
tan numerosas como las arenas del Ganges; un universo tan vasto que la
astronomía moderna se escurre entre sus agujeros sin lastimarse. Pero no es el
universo como un todo el que capta todo nuestro interés, sino la parte que
tenemos de él, nuestro propio planeta y la vida que contiene. La forma en que
India vio al infinito registrando su infinitud en sus partes, fue en la
variedad de sus poros y en todos sus resquicios. Tomemos como ejemplo la
religión. India asumió como rutinario que podrían existir muchas religiones, y
las adoptó hasta un grado como ninguna otra cultura ha igualado. Su tradición
básica es, claro está, el Hinduismo, pero cuán numerosos son sus compañeros. El
Budismo, que llevó la iluminación a toda Asia, nació aquí, en Bodh Gaya.
Se dice que este árbol hizo llover
pétalos toda la noche en que Buda fue iluminado bajo su sombra. El Jainismo,
que surgió como protesta contra el Hinduismo, pronto tomó el papel de un
pariente respetado.
El cristianismo indio se remonta del
discípulo Tomás a Cristo mismo. Y aun en la división de Pakistán y Bangladesh,
hay en India casi tantos musulmanes como en todo el mundo árabe. Aquí los sijs
que buscan un rastro de realeza en su propia Biblia, el Granth, la que
consideran un guru viviente, pactan una especie de compromiso entre hinduismo e
islamismo.
Y los parsis y los zoroastrianos
prosiguen hasta nuestros días la religión de los Reyes Magos que siguieron la
estrella hasta la cuna de Cristo niño. El historiador de religión puede hallar
casi lo que quiera representado intensamente en India.
Cuando salimos de vacaciones
tendemos a buscar el descanso o la aventura, el indio sale en peregrinación, no
siempre, pero con mucha mayor frecuencia que nosotros. El último festival
religioso al que asistí en India apiñó veinte millones de peregrinos durante un
mes de duración. Las ramas religiosas que se reunieron eran variadas, pero de
alguna manera se adecuaban. como los papeles de un mismo drama.
Aquí el Guru Sai Baba dice a sus
seguidores que uno se puede dirigir al Señor con cualquier nombre que sea dulce
al paladar, o dibujarlo en cualquier forma
adecuada al sentimiento propio o que sea atractiva al sentido particular
de la imaginación. Que se le pueda cantar como Shakti, Jesús o Alá, o como el amorfo
maestro de todas las formas, no tiene ninguna importancia. Él es el principio,
el centro y la conclusión, la sustancia básica y la fuente de todo.
Claro está que no es sólo en la
persuasión religiosa en donde la gente difiere. Estos hombres y mujeres que
llenan los sitios para el baño con los Banars[1] son todos hindúes.
Pero cuán diferentes son. Tienen un físico distinto, claro está, pero India se
percibe en su cuerpo y en sus mentes, donde halla la fecundidad del infinito
estallando como un fuego de artificio. Ninguna otra civilización vio, apreció y
clasificó con tanta precisión el espectro total de los tipos de personalidad
humana y el logro que ha dado a India el título de principal psicólogo
introspectivo del mundo.
La clave de esta capacidad de
percepción es el reconocer hasta dónde difieren las personas y el grado en el
que estas diferencias deben respetarse.
Para comenzar, son gente diferente
que desea cosas diferentes. Algunos desean placer, otros quieren tener éxito,
otros hacer bien lo que necesita hacerse y otros más quieren tener seguridad. A
pesar de lo diferentes que son estos deseos, India los acoge a todos, con la
única salvedad de no quedar atrapados en los peldaños bajos de la escala.
Otra manera en que se difiere de los
demás es la etapa de la vida en que se está, y nuevamente India atesora cada
una de estas etapas. Todas las civilizaciones se deleitan con los oídos mágicos
de la niñez y las etapas de búsqueda de la juventud y de la madurez. La
amplitud de la visión india le llega en referencia a su consideración de
nuestros años posteriores; India los considera potencialmente los mejores años
de todos. Explícitamente los estructura para la búsqueda de nuestra auténtica
educación adulta, de manera que antes de que la vida concluya, podamos entender
qué sentido tuvo.
Todos nos movemos a través de
diferentes etapas de la vida, pero lo hacemos como diferentes tipos de
personas, diferentes tipos de personalidad. India identifica cuatro de esos
tipos, y una vez más les hace honores a todos impulsando la sociedad hacia un
organismo en donde pone a los brahmanes a la cabeza. Los brahmanes son
intelectuales que encuentran fácilmente deleite en el arte, las ideas o generalmente
en cosas espirituales. Les siguen los brazos y hombros de la sociedad, sus
administradores, personas que poseen el talento para que las cosas se realicen.
Un tercer tipo de personalidad son los artistas y los artesanos, el ingeniero y
el labriego. India compara a estos individuos al estómago de la sociedad, ya
que producen y nos alimentan con las cosas de las que depende la vida.
Finalmente los trabajadores manuales son también importantes pues son las
piernas y pies sin los que la sociedad no podría caminar.
Diferimos en lo que queremos, en la
etapa de la vida que hemos alcanzado, en el tipo de persona que somos, y
finalmente en la forma en que concebimos a Dios. Las personas afectuosas se
acercan a Él amándolo; los individuos reflexivos conociéndolo; la gente activa
sirviéndolo, y los del tipo contemplativo meditando sobre Él. Todas estas
cuatro formas de unión yoga, alcanzan la misma cima. Sea cual fuere la que se
siga dependerá del temperamento espiritual, del lado de la montaña por donde se
empiece a escalar.
Lo que significa ‘escalar’ en este contexto
nos lleva al punto de más difícil comprensión respecto a India. Decir que ella
es la fuente de la que todo nuestro universo obtiene su infinitud es ya decir
demasiado. Ya hemos visto que produce una cosmología prodigiosa en sus
alcances, en su protocolo y en su variedad. Pero India no se detuvo aquí,
continuó avanzando hasta llegar a lo que es quizá su hipótesis más osada jamás
concebida por el hombre: nosotros mismos somos el infinito, el infinito
auténtico de donde surge el universo. Claro está que ello no es un modelo, pero
todo en el hinduismo funciona para llevar adelante el asunto.
Está también mal pensar en imágenes
como la que se muestra aquí como una procesión de ídolos, como si el cobre mismo
fuera el que va a ser adorado. Son sólo recordatorios del Dios que habita en las profundidades de nuestras
almas.
O pensemos en los fabricantes de
altares cuyos devotos ornamentan esta enorme altar de roca en Shrinagar con
pintura anaranjada y lo decoran con mandalas hechas con pétalos de flores..
Pero en donde quiera que se levanta un altar está en él el centro del universo,
el acceso al mundo pasa por él, no obstante que ningún altar visible es otra
cosa que un símbolo del único altar verdadero: el corazón humano. Y decir que
su acceso cósmico lo atraviesa, es decir que está en contacto directo con el
infinito. El hombre no sólo está hecho a imagen de Dios: él es Dios.
Nos es difícil describir la diáfana
inmensidad del ser que esta noción invoca. Y vemos que los actos rituales como
el que aquí se efectúa, parecieran estar dirigidos a un potentado celestial muy
lejano, y por lo tanto, son difíciles de considerar por quienes se inician en
este sendero, quienes los ven más como fórmulas de alquimia, como una ciencia
de transformaciones hechas para mostrarnos la cantidad de oro que yace inmersa
en nuestras profundidades.
Pues somos reyes que hemos sucumbido
víctimas de la amnesia y vagamos por nuestro reino en andrajos sin saber quiénes
somos en realidad.
O como amantes que en sueños buscan
desesperadamente en la amplitud del mundo al amado perdido, que en realidad
yace a su lado por medio del acto[2].
La perspectiva de una divinidad
dentro de nosotros no provoca en el indio sueños de poder sobre otros, sólo
sobre sí mismo. A medida que el dios interior aflora, no nos individualizamos
más, nos adecuamos más. Todo lo que se nos presenta en nuestro camino empieza a tener el extraño sentido de ser de algún
modo hechura nuestra. Nos encontramos afirmando nosotros mismos la justeza del
mundo tal como ocurre.
Las campanas anuncian que la ceremonia
ha terminado; ahora no resta sino transportar su sentido a nuestra vida diaria.
Siguiendo el esfuerzo de India para
descubrir nuestra dimensión infinita, hemos estado buscándola en la religión,
pero en igual forma podríamos haberla estado buscando en su arte, pues en India
ambos son lo mismo: el arte es religión, la religión es arte.
Sin nunca haber dependido de la
escritura en la forma que lo hacemos, India expresó la mayoría de sus textos
sagrados en canciones, en bailes y en piedra. Lejos de buscar el arte por el
arte mismo, el suyo es estricto utilitarismo. El propósito es informar y
transformar. Informarnos sobre la manera en que las cosas son en realidad, transformarnos
en la forma que nosotros podríamos ser en realidad.
No hay figura ni arte más amado que el dios
danzante Shiva, señor de los bailarines, rey de los actores, con el cosmos como
escenario. Danza incesantemente en las estrellas que se mueven con la rotación
de las estaciones, al ritmo del corazón humano. Sin descanso, sin esfuerzo
alguno, su ritmo reúne todo en la eternidad.
No obstante, si hubo una forma de
arte a la que India fue adicta, fue la escultura, quizá porque llevo su
infinitud a la eternidad. Al esculpir la roca presentaba un mapa en relieve del
mundo como debiera verse, si tuviésemos los ojos para ver su misterio y su
promesa. El mundo se opone fuertemente a nosotros por asociar la estatuaria con
los libros de arte y los museos. Para ver las obras como lo hacen los indios,
deben devolverse a las colinas y a los templos de donde los coleccionistas de
arte las arrancaron. Debemos descubrir su prosapia y estar dispuestos a ser
cambiados al entrar en su presencia. Debemos acogerlos como imágenes de lo que
nosotros mismos somos potencialmente, sin olvidar que somos peregrinos que
viajamos extensas distancias para ver a Dios, y que lo veamos dependerá de
nosotros mismos. No vamos a ver el brillo de las gemas, sino la realidad
invisible a la que tienden. Vamos a compartir una comunión.
Los indios no ven objeto en tallar
réplicas de las cosas que vemos usualmente: ordinarias y prosaicas. La
oportunidad que nos da el arte es ver con mayor profundidad de lo que
usualmente hacemos, ver al infinito revolviéndose en las cosas que se preparan
para florecer. De esta manera todo en estas formas hace una sombra mayor que la
vida, sea su calidad poderío, o ternura, o belleza, o arrobamiento.
Las imágenes son despertadas para
nuestro despertar, para nosotros los que aún dormimos. No hay en ello
entendimiento sin estímulo. Entender es renacer.
Los ríos han sido siempre vitales
para India, al igual que los monzones. Hasta recientemente, se hicieron
imprácticos puentes, y el ferry que nos podría llevar a la otra orilla se
volvió una metáfora de la vida. En las temporadas de diluvio, las corrientes de
los ríos pueden arrastrar una cosecha y hacerla parecer por un tiempo
desarraigada, pero al final nuestro destino es seguro. Pues nada puede ya dar
fuerza al infinito, y el infinito es a lo que finalmente pertenecemos. Cuando
nuestro viaje haya concluido, conoceremos el júbilo hacia el que nuestro anhelo
y nuestra avidez tan ciegamente nos impulsaban. Y en ese gozo encontraremos
nuestra insondable paz.
Mark Twain dijo una vez que India es
el único país bajo el Sol que todo mundo desea ver, y habiéndolo visto una vez,
aunque sea brevemente, no cambiaría ese vistazo por la suma de todos los
espectáculos del resto del mundo.
Sus críticos dicen que uno de los
mejores libros que han sido escritos sobre India: “Pasaje a la India” de E.M.
Forster, se escribió para probar que la India real no existe.
Sí y no. Tierra y alma. La tierra de
India está oculta a las agencias locales de turismo. Y en cuanto a su alma se
nos dice que hay un sitio al que no podemos llegar caminando sin rumbo.
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