La Iglesia representa ante el mundo lo más genuino y limpio del misterio del ser humano. Representa la esperanza, la vida, la misericordia entrañable de Dios... Sin embargo, a lo largo del tiempo, la Iglesia-institución se las tiene que ver con las dificultades propias de un colectivo que trata de permanecer fiel a su legado y encuentra muchos obstáculos en el camino.
El poder de la Iglesia-institución se basa en un modelo jerárquico y vertical, con un marcado carácter patriarcal, mono sexual y machista, donde a la vida religiosa, especialmente la femenina, y al pueblo llano, en especial las mujeres, se nos relega a un segundo plano. Este modelo es muy eficaz, porque ha hecho posible la pervivencia de la Iglesia a lo largo de los siglos.
Aunque la Iglesia, en los tres primeros siglos, no tiene un carácter institucional, sino de movimiento misionero, nos damos cuenta de que la pugna entre la igualdad y la desigualdad ya está presente. ¡Y no digamos lo que vino después...! En su proceso grupal, la Iglesia-institución «tocó techo» cuando sustituyó el discernimiento por la norma, la pregunta por la afirmación, la búsqueda por la decisión de autoridad. Y si la Iglesia deja de escuchar, de preguntarse, y se molesta con las preguntas «molestas», dedicándose sólo a hablar y a dar respuestas de diccionario, tiene el peligro de caer en la autosuficiencia y dejar de
acompañar con la luz del Espíritu.
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